No son millennials tardíos, no son godínez freelance, ni tampoco influencers orgánicos. Son otra especie: más mística, más fluida y muchísimo más difícil de etiquetar. Hablo de los Tuluminatis: personajes nacidos o hijos adoptivos del ecosistema único de Tulum, ese rincón del Caribe mexicano donde convergen el yoga, el lujo, el incienso y el WiFi premium.
Hace poco estuve allí y pude ver todo esto en acción. Basta con sentarte un rato en Holistika para entenderlo: bowls de açai, cuarzos por doquier, sound healing, y gente que camina descalza entre obras de arte instaladas en medio de la selva, mientras resuelven negocios desde su laptop. Irónicamente presumen que hay más lugares para meditar en Tulum que en toda la India —al menos por kilómetro cuadrado—. Hay una energía entre hippie curada y CEO iluminado que solo se respira ahí.
Los Tuluminatis viven entre breathwork, cacao ceremonial y juntas por Zoom desde tipis decorados con telas de Oaxaca y fibra óptica. Son nómadas digitales con cuarzos y criptomonedas conscientes. Llegaron a Tulum buscando “conexión” y encontraron señal 5G, propiedades en Airbnb y un chamán con terminal bancaria.
Pero más allá de la caricatura, hay algo muy serio detrás de esta tribu. Para quienes trabajamos en marketing, los tuluminatis representan un síntoma claro del mercado actual: la segmentación ya no puede ser plana ni superficial. Hoy toca ir más allá del demográfico, lo geográfico y lo aspiracional. Hoy se segmenta por estilo de vida emocional, rituales, creencias y hasta playlist de meditación.
Los tuluminatis no compran productos. Compran propósitos. No siguen marcas. Se integran a comunidades. Para ellos, no se trata de tener, sino de vibrar. Y cuando logras conectar con su frecuencia —esa mezcla de conciencia ecológica, diseño estético y narrativa espiritual—, te compran. No importa si vendes yoga mats, suplementos, NFTs, retiros en Bacalar o apps de ayuno intermitente. Si tienes una causa, te siguen.
Uno de ellos me dijo que estaba sosteniendo el espacio. No supe si se refería a su silla o a su startup.
Y ahí está la oportunidad (y el reto): entender que el consumidor moderno es complejo, contradictorio y profundamente simbólico. Ya no basta con saber su edad o poder adquisitivo. Hoy hay que saber si cree en el Mercurio retrógrado, si practica kundalini o si rechaza los plásticos pero se mueve en Uber Black.
¿Son el futuro del wellness o solo gentrificación con incienso? No lo sé. Pero si no entiendes el alma de tu audiencia, no vas a vender ni un gramo de sal rosa del Himalaya.
Así que ya sabes: deja de hacer segmentación demográfica. Empieza a leerle las cartas a tus consumidores.