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Paco Santamaria

¿Qué es el yo digital?

El ser humano, se hace esa pregunta y de escubre parte de la respuesta en esta búsqueda, a la que se suma la construcción de la identidad.

Desde hace más de 25 años, el mundo ha experimentado avances tecnológicos, culturales y sociales como quizás en ningún otro momento de la historia. Esta nueva realidad no sólo nos ha sorprendido –o, mejor dicho, nos ha abofeteado–, sino que nos ha sobrepasado y obligado a desarrollar un hambre insaciable de contenido, información, conocimiento y sentido de pertenencia.

Y en este afán de saciar el hambre pasamos por alto que muchos de estos avances son aparentes, que no todos los mensajes son contundentes y que abundan los discursos contradictorios. Es por ello que entender la actualidad exige entenderse a uno mismo.

Claro que esto no es nuevo. A lo largo de la historia, el ser humano, contradictorio por naturaleza, se pierde, se encuentra y vuelve a perderse. “¿Quién soy?”, se pregunta, y descubre parte de la respuesta en esta búsqueda, a la que se suma la construcción de la identidad, sobre la cual, a su vez, se cimientan los pilares de todas las sociedades actuales.

Partamos de que los humanos atravesamos por crisis constantes y nos encontramos en una continua búsqueda interior. Lo mismo ocurre, por tanto, con las sociedades que formamos. Este proceso individual y colectivo es recursivo e interminable.

Hambre de conocimiento, escasez o sobreabundancia de información, necesidad de satisfacer los deseos ardientes… estos son conceptos con los que me gusta mucho relacionar la identidad y mi propio proceso para entenderla.

Cabe señalar que dicho proceso es, en mi caso, empírico, experimental, autodidacta y naturalmente orgánico-, es decir, de origen y con la armonía que se produce por las fuerzas de la naturaleza, como contrapuesto a sobrenatural y milagroso-. En esta búsqueda del sentido de identidad ha habido preguntas, respuestas, tropiezos, graves errores y mucho aprendizaje.

La cantidad, calidad o frecuencia de los satisfactores personales varían de un individuo a otro y revelan su propia identidad.

El término “hambre” me parece genial para ahondar en el tema. Hay consenso en torno a él y se ha vuelto universal, además de que abarca muchas esferas humanas. En primera instancia, está el hambre en su acepción más básica, es decir, la necesidad fisiológica y primitiva de comer todos los días y, de preferencia, tres veces al día. Si no comemos, nos morimos de hambre, aunque si comemos de más, nos morimos a causa de alguna enfermedad derivada del sobrepeso.

En efecto, la necesidad de alimentación es ambivalente. Por un lado, los índices más elevados de mortalidad por sobrepeso y obesidad se encuentran lo mismo en los países más ricos del planeta que en aquellos subdesarrollados, pero con malos hábitos alimenticios, como es el caso de México.

Por el otro, la falta de comida, no poder llevarse a la boca lo más indispensable y básico está matando a miles de personas alrededor del mundo. Esto se asocia con la miseria, la carestía, la distribución inequitativa de la riqueza y la decadencia.

En cualquier caso, el hambre es parte de nuestra naturaleza, de nuestra necesidad fisiológica elemental para sobrevivir como habitantes de este ecosistema.

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