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Carlos Bonilla

¿Por qué la gente cree a los populistas?

Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre los argumentos de los líderes populistas y el por qué permean con tal fuerza en la mente del “pueblo bueno”, manipulando la realidad.

Son de llamar la atención los altos índices de popularidad del presidente de la República, a pesar del impacto de la pandemia -por cierto todavía incipiente-, de la debacle económica y del descontrolado problema de inseguridad pública.

Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre los argumentos de los líderes populistas y el por qué permean con tal fuerza en la mente del “pueblo bueno”, manipulando la realidad.

El sustantivo “populismo” no está incluido en el diccionario de la RAE. Define el adjetivo “populista” como lo “perteneciente o relativo al pueblo”, idea que en castellano actual correspondería más bien al adjetivo “popular”.

El populismo no es fácil de definir. Muy frecuentemente se usa en sentido peyorativo, atribuyéndolo a fenómenos que, como mínimo, carecen de contenido serio. Una politóloga propuso, hace años, el abandono del término, por indefinible. La obstinación con que se sigue utilizando indica, sin embargo, que algo deben de tener en común los dispares fenómenos a los que aplicamos ese nombre como para que valga la pena intentar ponernos de acuerdo sobre su significado.

Los movimientos o personajes políticos a quienes se llama “populistas” basan su discurso en la dicotomía pueblo/anti-pueblo. El primero representa sinnúmero de virtudes; el pueblo es desinteresado, honrado, inocente y está dotado de un instinto político infalible; mucho mejor nos iría si le dejáramos actuar, o al menos le escucháramos. Su antítesis, en cambio, el anti-pueblo, es la causa de todos los males; y puede tomar cuerpo, según los populismos, en entes internos o externos: los conservadores, los neoliberales, los corruptos, los funcionarios de regímenes anteriores…; en el discurso dominante hoy, en México, serían quienes en teoría se oponen a los intereses del “pueblo bueno” no debe entenderse, desde luego, el proletariado o las clases trabajadoras. De nada sirven aquí las descripciones sociológicas, ni los análisis de clase. “Pueblo” es una mera referencia retórica, una invocación fantasmal. Lo que importa, la clave de todo, es que el Pueblo, la Voluntad del Pueblo, es el principio supremo de la legitimidad. Invocar la voluntad popular, como los dictados divinos para los creyentes, permite saltarse la exigencia del respeto a la ley.

Otro rasgo común a los populismos es la ausencia de programas concretos. Las ideas de los líderes populistas son demasiado ambiciosas como para intentar apresarlas en un programa. Los regímenes populistas no se declaran de derechas ni de izquierdas. Sus proyectos están inspirados por los deseos más grandiosos: “salvar al país”, establecer una “democracia real”, pero no cómo piensan hacerlo, no dan a conocer sus planes en el terreno institucional, en el económico ni en el internacional.

En el discurso de los populistas dominan los llamamientos emocionales dominan sobre los planteamientos racionales. Apelan a la acción, la juventud, la moralidad, la audacia, la honradez. La verborrea que domina la política populista. El objetivo de estas invocaciones no es hacer pensar a sus oyentes sino de movilizarlos, de que entren en la arena política grupos hasta hoy indiferentes o marginados. Una movilización que suele ser extra-institucional, por cauces ajenos a los previstos por el “sistema”.

“Nadie puede llamar anti-demócratas a los populistas”, dice el historiador José Álvarez Junco en su último libro Las historias de España.  “Por lo contrario, el gobierno del pueblo es justamente lo que anhelan. Pero democracia es un concepto que admite al menos dos significados: como conjunto institucional, unas reglas de juego, que garantizan la participación de las distintas fuerzas y opciones políticas en términos de igualdad; y como ´gobierno para el pueblo´, sistema político cuyo objetivo es establecer la igualdad social, favorecer a los más débiles. Desde esta segunda perspectiva, muchas dictaduras pueden declararse ´democráticas´; la Cuba de los Castro, por ejemplo, un régimen que no convocó a elecciones libres y plurales pero que presumió de grandes logros educativos o médicos para las clases populares. También es típico de cualquier populismo la formación de redes clientelares, dado que la función principal del líder debe ser la protección de los débiles”, refiere Álvarez Junco.

Otra característica de los regímenes populistas, quizás la que más influye para la manipulación de las conciencias y el ciego seguimiento a sus decisiones, es la existencia de un líder dotado de cualidades redentoras. El “movimiento” está dirigido por un jefe, un caudillo, un cirujano de hierro, que presume honradez, fuerza, desinterés y, sobre todo, identificación con el pueblo, con el que tiene una conexión especial, una especie de línea directa, sin necesidad de urnas ni sondeos. “Llama la atención que entre sus virtudes no está el saber, la capacidad técnica. El anti-elitismo populista comporta una importante dosis de anti-intelectualismo y anti-tecnicismo. Más que un rasgo modernizador, este elemento clave parece un resto del mesianismo religioso o del paternalismo monárquico del Antiguo Régimen. Invocar la voluntad del pueblo para saltarse el respeto a la ley es uno de sus recursos habituales. Movilizan así a los apáticos, pero su afán por eliminar las cortapisas democráticas abre un peligroso camino a la tiranía” señala el historiador.

“Una característica común, que no corresponde al ´movimiento´ en sí sino al entorno en el que florece, es que todos los populismos prosperan en un contexto institucional muy deteriorado, en el que los partidos tradicionales y los cauces legales de participación política, por corrupción o por falta de representatividad, están desprestigiados hasta niveles escandalosos”, apunta Álvarez Junco. ¿Le suena familiar?

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