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Carlos Bonilla

Personas y organizaciones tienen la reputación que construyen con su conducta

En definiciones de diccionario, reputación “es la opinión, fundada o no, que algo o alguien goza en un conjunto social, y es culturalmente construida”. La buena reputación es sinónimo de prestigio, notoriedad y buen nombre; la mala reputación equivale a deshonra o descrédito.

En el ámbito organizacional, la reputación es el reconocimiento de los stakeholders hacia una empresa o institución en la satisfacción de sus expectativas, decía el doctor Justo Villafañe, padre de la reputación. Según él, “el riesgo reputacional es toda aquella conducta grave que defrauda dichas expectativas”. Sin embargo, más allá de los conceptos e independientemente de que la reputación debe gestionarse y que ello aplica tanto a las personas como a las organizaciones, trátese de empresas, instituciones, organismos representativos, gobiernos o entidades asistenciales, la reputación está vinculada con la conducta. Tiene que ver con lo que los demás perciben de una persona u organización. 

Así que la reputación se construye o destruye en el día a día con la conducta que observamos y la percepción que tienen de la misma nuestros interlocutores o los de la organización de la entidad que representamos. Se lo propongan o no, las personas y las organizaciones tienen una reputación ante sus interlocutores, derivada de la percepción que los mismos tienen de su conducta. En resumen, podemos afirmar que todos tenemos la reputación que construimos en el día a día con nuestros actos.

Cuando se gestiona la reputación se induce la conducta y se difunde información en función de la percepción que se quiere construir en cada una de las personas o públicos con los que interactúa una empresa o persona, en concordancia con los objetivos que pretende alcanzar. En términos llanos, las organizaciones y las personas construyen cotidianamente su reputación, voluntaria o involuntariamente, con la conducta que observan ante sus interlocutores.

Si se considera lo anterior, la lógica nos dice que tanto personas como empresas o instituciones se afanarían en construir una buena reputación, pero ello no es del todo cierto.

¿A quién podría interesarle construir una mala reputación? Sobran ejemplos. 

Me vienen a la mente las organizaciones del crimen organizado, que construyen intencionalmente mala reputación para ser temidos y conseguir que los dejen actuar y los consideren desalmados y radicales; pero por otra parte requieren de la buena voluntad de las comunidades en las que están establecidos, por ello regalan despensas y juguetes a los vecinos de la zona y en ocasiones aportan recursos para mejorar la infraestructura de las poblaciones.

No pasan inadvertidos los corridos que evocan las “hazañas” de narcotraficantes, que buscan justificarlos o posicionarnos como seres temibles pero benefactores de algunas comunidades;  la letra de la canción La Nopalera, escrita por Marcial Alejandro, que normaliza la actuación de los malhechores; ni la expresión de la actriz Isela Vega: “qué importa una mancha más en una reputación como la mía” ufanándose de su mala reputación como un diferenciador entre los demás actores, combinando la percepción que tiene como actriz con las de los personajes que interpretó en su larga y fructífera carrera cinematográfica.

Es cierto que a veces -como personas o como empresas- se actúa sin tomar en cuenta el impacto que ello tendrá en la percepción de los interlocutores y por ende en la reputación. La conducta organizacional es la suma de la actuación cotidiana de cada uno de los miembros de la propia empresa o institución. Tienen impacto en la reputación tanto una contestación inapropiada de la recepcionista, el mal trato a los clientes por parte de un vendedor, como que una ministra haya obtenido su título profesional mediante el plagio de una tesis. Por ello es fundamental iniciar la gestión de la reputación alienado la conducta de cada uno de los integrantes de la empresa o institución con la filosofía institucional, mediante la normativa que haga explícito lo que se espera de ellos, alineada con los objetivos de aquellas.

Así como existe la huella digital, imborrable, de todo lo que publicamos, también es imborrable cómo actuamos, pues deja una huella perenne en nuestros interlocutores, misma que moldeará las opiniones y actitudes de ellos hacia la empresa o hacia nuestra persona.

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