El primer Informe de Gobierno de Claudia Sheinbaum fue, más que un ejercicio de rendición de cuentas, una escenificación política cuidadosamente diseñada. El escenario, los aplausos calculados, el desfile de cifras y logros expuestos como evidencia de una gestión eficaz, confirmaron una tendencia que ya veíamos venir: la comunicación presidencial se sostiene en el ritual del control, no en el diálogo democrático.
El uso intensivo de números —del 20 % de reducción en homicidios al avance en programas sociales— cumple una función más simbólica que informativa. En la lógica comunicativa, las cifras no se presentan para ser verificadas ni debatidas, sino como un recurso de autoridad. Quien domina las cifras pretende dominar el relato. Pero en el vacío del contraste y la ausencia de voces críticas, esas cifras se convierten en monólogos tecnocráticos que no necesariamente generan confianza ciudadana.
El formato del Informe congregó logros cuantitativos, como la supuesta caída en todos los estados de homicidios o el avance en programas sociales, sin abrir espacios de contraste o verificación. Organismos independientes de fact-checking como Verificado identificaron que algunas afirmaciones fueron “falsas o imprecisas”, por ejemplo, la reducción homogénea de homicidios estatales.
En el discurso, Sheinbaum enfatizó además su imagen de académica y gestora técnica: habla de la reducción de pobreza gracias a un modelo social, proyecta el crecimiento del PIB al 1.2 % para 2025, y defendió su política de salud sin reconocer ampliamente las críticas sobre desabasto de medicinas.
Lo preocupante no es la falta de datos, sino la falta de contrapeso narrativo. La presidenta, siguiendo la inercia de su antecesor, ha optado por conservar las “mañaneras” como espacio central de comunicación política. Ese formato, más propenso a la improvisación y al desgaste de la figura presidencial, coloca a la mandataria en un terreno vulnerable: se expone a preguntas irrelevantes, a discursos circulares y a la pérdida del aura institucional que un jefe de Estado necesita mantener.
Rafael Carreón y Rubén Aguilar, consultores con experiencia en campañas políticas, destacaron que Sheinbaum no busca diferenciarse agresivamente de López Obrador; opta por conservar y canalizar los apoyos del movimiento hacia su propuesta institucional. Se trata de un estilo comunicativo más técnico que simbólico, menos polarizante y más mesurado
Como experta en comunicación me quedo con el siguiente análisis: por un lado, se busca blindar la narrativa presidencial a través de ceremonias coreografiadas y discursos saturados de indicadores; por el otro, se desgasta la figura de la presidenta en un espacio cotidiano que confunde cercanía con desgaste. ¿De qué sirve recitar logros en un podio solemne si, al día siguiente, la improvisación erosiona la autoridad construida?
El analista Khemvirg Puente (UNAM) puntualiza que su estrategia se basa en mantener la base de votantes de Morena, evitando confrontaciones innecesarias con el presidente saliente y manteniéndose cercana al proyecto político que representa.
En el fondo, el problema es que el poder en México sigue entendiendo la comunicación como un ejercicio de control más que como un puente con la ciudadanía. Se privilegia la propaganda sobre la conversación, la cifra sobre el contexto, el aplauso sobre la crítica.
El reto de Sheinbaum no es solo gobernar, sino aprender a comunicar desde la autoridad democrática, no desde la repetición ritual ni la improvisación cotidiana. Porque un gobierno puede tener resultados, pero si no logra construir una narrativa creíble, plural y transparente, acabará hablando solo, aunque lo haga frente a millones.