Imagínate caminando por la colonia Juárez en la Ciudad de México. Ves a una pareja de mexicanos veinteañeros, con tote bags de diseño y lentes retro, tomándose selfies frente a un edificio recién remodelado con fachada art deco. Nada fuera de lo común, si no fuera porque ese edificio era, hasta hace poco, una vecindad popular. Hoy, es una combinación de un “cowork-café” con kombucha artesanal, clases de yoga en la azotea (que le llamarían Rooftop) y una galería de NFTs. En la misma banqueta donde alguna vez se vendieron tamales, hoy se promueven “brunchs” para consumir pan de masa madre con pavo horneado y brie fundido, “drinks” de mimosas y flat white de macadamia a precios ridículos.
Eso, en términos socioculturales, es gentrificación. Y en términos de mercadotecnia, es gentrificación aplicada a la narrativa y al posicionamiento de marca. Un fenómeno que ya no solo transforma ciudades y barrios, sino que está empezando a rediseñar los mercados, los mensajes y los públicos meta. Lo que podríamos llamar mercadotecnia gentrificada.
¿La gentrificación nos importa a los mercadólogos?
Aunque ya lo saben, veamos el tema desde esta definición: La gentrificación ocurre cuando una zona urbana popular comienza a recibir inversiones, remodelaciones y la llegada de personas con mayor poder adquisitivo (OJO, no estoy hablando de extranjeros únicamente). Esto eleva los precios, transforma la identidad local y, por lo regular, expulsa a los residentes originales. No es un fenómeno nuevo, pero su relación con la mercadotecnia es cada vez más evidente.
Las marcas y los mercadólogos, a veces sin querer (y otras tantas SI queriendo), participan activamente en este proceso cambiando el lenguaje, los códigos visuales, los puntos de contacto y los estilos de vida que se venden como “aspiracionales”.
Cuando una cafetería independiente de barrio se transforma en una cadena con branding minimalista, frases en inglés y menús veganos en zonas populares, no solo está vendiendo café: está empujando una narrativa de cambio social y de exclusión económica.
La mercadotecnia gentrificada vende autenticidad artificial. Toma elementos del barrio –la barda grafiteada, el altar de la virgencita en la esquina, la vecindad, el tianguis– y los reinventa como parte de una estética trendy. Una estética que luego es monetizada para otro público, más joven, con mayor poder adquisitivo, que busca “vivencias auténticas”… sin tener que convivir con lo que implica la autenticidad.
Y aquí se abre un tema ético para la mercadotecnia: ¿hasta qué punto estamos romantizando lo popular para después desplazarlo? ¿Cuántas marcas están haciendo campañas “inspiradas en lo mexicano” mientras rentan locales donde antes había talleres, taquerías familiares o papelerías de barrio?
No nos engañemos. La gentrificación también es local. Mexicanos también gentrifican en México. (Los violentos de la Condesa, con su discurso chafa tipo “yankees go home”, no pueden ser más básicos, qué le vamos a hacer).
Sería muy simple pensar que el fenómeno es impulsado solo por extranjeros. En realidad, en ciudades como CDMX, Guadalajara o Mérida, la gentrificación tiene también rostro mexicano. Jóvenes profesionistas, nómadas digitales, creativos freelances o empleados de startups tech que se mudan a barrios más baratos y terminan transformando su economía local, incluso sin proponérselo.
Y es ahí donde la mercadotecnia juega un rol fundamental: muchas marcas se han ajustado para hablarle a ese consumidor. Desde aplicaciones de delivery hasta tiendas de conveniencia gourmet, pasando por inmobiliarias que venden mini departamentos de 45 metros cuadrados como “espacios conceptuales”. El lenguaje de marca, en lugar de adaptarse al entorno, lo reconfigura.
Ya no se trata solo de vender productos. Se trata de vender pertenencia. De construir una identidad aspiracional que, al mismo tiempo que incluye a los nuevos consumidores, excluye a los anteriores habitantes. La mercadotecnia se vuelve así no solo en testigo, sino en vehículo del desplazamiento.
Uno de los sectores donde la mercadotecnia gentrificada tiene mayor peso es el inmobiliario. Con campañas que hablan de “oasis urbanos” o “zonas trendy”, se le da la vuelta al deterioro urbano sin tocar el problema real: la exclusión social.
Frases como “a solo unos pasos de la Roma” o “con acceso a los mejores cafés y coworkings” esconden un discurso de segregación disfrazado de estilo de vida. Y muchas veces, ese “lifestyle” ni siquiera es sostenible para los propios nuevos residentes, que pagan altos precios por vivir en zonas donde los servicios públicos no han mejorado y donde la comunidad ya no los ve como vecinos, sino como invasores.
La solución no es sencilla, pero empieza por dejar claro, o de plano redefinir, el papel de la mercadotecnia. Dejar de verla solo como una herramienta para vender más, y empezar a aceptarla como una fuerza que modela realidades no es tarea fácil.
¿Qué podríamos hacer?
- Investigación cultural profunda: Antes de diseñar campañas con estética “de barrio”, entender el contexto sociocultural real.
- Colaboración local auténtica: Involucrar a los vecinos, comerciantes y líderes comunitarios en las estrategias de marca.
- Narrativas compartidas: Dejar de hablar sobre las comunidades y empezar a hablar con ellas.
- Propósito más allá del producto: Marcas que operan en zonas gentrificadas deben comprometerse con un impacto social tangible, como rentas justas, empleo local o recuperación del espacio público.
- Mercadotecnia inclusiva: Replantear el concepto de “aspiracional”, no como exclusión, sino como acceso compartido a experiencias significativas.
Las marcas tienen hoy la oportunidad de conectar con un contexto más amplio. Porque no basta con hacer campañas “con causa” o visuales “cool” con frases en náhuatl o murales pintorescos. Si el resultado es que una familia ya no pueda pagar la renta donde ha vivido por 40 años, entonces no estamos transformando el mercado: lo estamos sustituyendo y desplazando.
Que la mercadotecnia no desplace, que abrace.