Durante años, las estrellas de la música vivían de la venta de discos. Un álbum exitoso equivalía a millones de copias y, con ello, fama y fortuna. Luego vino el streaming: plataformas como Spotify y Apple Music multiplicaron los oyentes, pero redujeron drásticamente el ingreso por reproducción. Hoy, los artistas más grandes del planeta tienen claro que la verdadera ganancia no está en los likes ni en las listas de reproducción, sino en lo que ocurre sobre un escenario. En 2025, la música se escucha… pero sobre todo, se vive.
Este fenómeno no es casual. Se trata de un cambio estructural en los hábitos del consumidor. Las personas no solo quieren oír a sus artistas favoritos: quieren estar ahí, cantar con ellos, llorar con ellos, capturar el momento y compartirlo. Vivimos en una época donde la experiencia ha superado al producto, y donde los conciertos son el nuevo centro de gravedad de la industria musical.
México, en este nuevo mapa, se ha convertido en un mercado muy jugoso para los artistas. Las cifras son significativas. Shakira rompió récord con 11 conciertos en el Estadio GNP Seguros (antes Foro Sol), agotando todas las entradas. Bad Bunny, en una jugada no antes vista, ha anunciado 8 fechas en el mismo recinto para diciembre de 2025. Luis Miguel —el eterno ídolo nacional— ha llenado 18 veces la Arena CDMX y vendió millones de boletos en su última gira por el país. Y estos son solo los casos más mediáticos. Detrás hay una industria entera funcionando como maquinaria de precisión.
¿Qué impulsa este auge de los conciertos? Por un lado, una necesidad emocional: después de años marcados por el aislamiento y la virtualidad, millones de personas buscan reconectar con lo tangible. Un concierto es una experiencia colectiva, un ritual de identidad, una válvula de escape y un símbolo de pertenencia. Asistir a un show no es solo entretenimiento: es decir “yo estuve ahí”.
Pero también hay un componente económico que no puede ignorarse. Mientras que el streaming otorga centavos por miles de reproducciones, un concierto genera millones en una sola noche. Las giras se han convertido en la principal fuente de ingresos de los artistas, y eso ha cambiado las reglas del juego. Ya no se gira para promocionar un disco; se lanza un disco para justificar una gira. El show ya no es el final del camino: es el centro del modelo de negocio.
Este nuevo orden ha tenido un efecto directo en el marketing musical. Las campañas han evolucionado: ya no se enfocan en promocionar una canción, sino en construir una experiencia. Los lanzamientos se convierten en eventos; las giras, en universos. Los fans se activan con misterios, adelantos, dinámicas de comunidad y accesos exclusivos. Todo está diseñado para generar expectativa, emoción y, sobre todo, conversión.
Las marcas, por supuesto, también han entendido el valor de este fenómeno. Los patrocinios de conciertos dejaron de ser logotipos en pantallas para transformarse en activaciones inmersivas, contenidos exclusivos y experiencias personalizadas. Telcel, Coca-Cola, Spotify o Amazon Music invierten millones en patrocinar giras porque saben que ahí está la audiencia más fiel, dispuesta a vivir la marca y compartirla en tiempo real.
Un buen ejemplo es cómo se anuncian hoy los conciertos. Se filtra una fecha, se agota. Se anuncian más, se agotan también. Se crean pre-ventas exclusivas con tarjetas bancarias, sorteos para fans, alianzas con plataformas digitales. Cada paso está calculado para elevar el deseo del público y construir una historia alrededor del evento. El concierto no es solo una fecha: es una campaña que dura meses, antes y después.
Así, los artistas se han convertido en marcas vivas. Ya no basta con tener talento (quien lo tenga, perdón Doble P). Hay que saber conectar, contar historias, generar comunidad. Los equipos de marketing se han vuelto fundamentales: diseñan desde el teaser del anuncio hasta el color de la pulsera del tour. Cada detalle suma a la narrativa que hace que miles —o cientos de miles— de personas compren un boleto, viajen de ciudad, paguen hotel, merchandising, bebidas… y luego lo compartan todo como una insignia de identidad.
Esto nos lleva a una reflexión clave: en una época donde todo está digitalizado, lo más valioso es lo que no se puede duplicar. Un momento único. Una canción en vivo. Un grito compartido. Ahí está el verdadero capital emocional del consumidor. Y las marcas —musicales y comerciales— que sepan leer esta necesidad, serán las que dominen el futuro.
Al final, el escenario ya no es el premio para los artistas consagrados. Es la base de su negocio. Y para el público, es mucho más que un espectáculo: es una forma de vivir, de expresarse y de pertenecer. Por eso, hoy más que nunca, la música no se vende… se vive (aunque vean el concierto a través de la pantalla de su celular, aunque estén ahí en vivo… Screeners… los aborrezco).