En política internacional no siempre se dibuja una línea clara entre polos opuestos; a veces, solo se encuentra un espejo. Eso ocurre, paradójicamente, con Donald Trump y Nicolás Maduro: ambos se enfrentan como enemigos irreconciliables, pero comparten una retórica populista que se nutre de la misma fuente: el miedo, el enemigo externo y la exaltación nacional.
Para Trump, el caso venezolano trasciende la preocupación por la democracia, convirtiéndose en una advertencia para su electorado: “si no me siguen, podemos terminar como ellos”. En este relato, Venezuela es el fantasma del desorden socialista, la pesadilla que acecha si no se mantiene el control. Así, su retórica nacionalista usa a ese país como advertencia, como sombra que debe conjurarse para preservar la grandeza estadounidense.
Del otro lado, Maduro construye su narrativa de defensa frente al imperialismo. Estados Unidos no es solo un rival; es la encarnación de una amenaza, un ogro que sabotea la economía venezolana y criminaliza su legitimidad. Sus discursos invocan la soberanía amenazada y llaman a resistir. En medio del desplome económico y la represión interna, la figura del enemigo externo cohesionó su gobierno y justificó medidas autoritarias.
En agosto de 2025, Trump ordenó el despliegue de tres destructores tipo Aegis, el USS Gravely, el USS Jason Dunham y el USS Sampson, con unos 4 000 soldados y marines, hacia aguas caribeñas frente a Venezuela. La misión: combatir el narcotráfico, al que Washington vincula directamente con el régimen de Maduro y denuncia como carteles que amenazan la seguridad estadounidense.
Este despliegue, que incluiría vigilancia aérea (aviones P-8 Poseidon), submarinos de ataque y acorazados, no está pensado para entrar en combate directo, sino para interceptar embarcaciones sospechosas y enviar señales militares claras. La Casa Blanca explicó su disposición de usar “todos los elementos de su poder” para detener el narcotráfico, y además duplicó la recompensa para información que conduzca al arresto de Maduro a 50 millones de dólares.
Maduro respondió movilizando 4.5 millones de milicianos nacionales, declarando que la presencia militar estadounidense en el Caribe es una amenaza soberana y acusándolo de intento de cambio de régimen. El ministro de Defensa, Vladimir Padrino López, calificó la narrativa de narcotráfico como un pretexto para la agresión y cuestionó la lógica de desplegar fuerzas en el Caribe, cuando “el 90 % de la droga sale por el Pacífico”.
¿Quién sostiene a quién?
Trump, con sus buques, convierte el narcotráfico en un escenario militar. Ya no bastan sanciones: la misión se lleva al Caribe. El discurso nacionalista se empodera con visible fuerza militar y la figura del enemigo externo más tangible que nunca.
Maduro, por su parte, transforma ese despliegue en símbolo de agresión imperial y convocó a la defensa nacional con fuerza. La narrativa populista se construye con la amenaza recibida como bandera. El enemigo externo no solo justifica medidas represivas, sino que legitima su permanencia.
Ambos discursos se refuerzan mutuamente. La retórica de Trump necesita a Venezuela como advertencia. La retórica de Maduro necesita a Trump como agresor para cohesionar a su base. Esa dinámica construye una tensión que trasciende discursos y tiene impacto real en vidas y en la región.
En el enfrentamiento retórico entre Trump y Maduro, el despliegue militar es más que una maniobra de contención del narcotráfico: es el escenario perfecto para verificar cómo ambos líderes sahuman al otro en su propia narrativa nacionalista. Trump utiliza la presencia naval para recalcar su enfoque de “poder sobre todo”, y Maduro lo convierte en símbolo de resistencia patriótica. El resultado es una escalada donde el discurso y la acción se retroalimentan, atrapando a ambos pueblos en retóricas que se dicen opuestas, pero que reflejan la misma lógica: el enemigo externo como eje de la política interna.