En la política contemporánea, el silencio puede ser tan elocuente como la palabra. Sin embargo, hay momentos en los que el deslinde explícito se convierte en una herramienta clave no solo para sobrevivir políticamente, sino para consolidar una narrativa propia. El reciente posicionamiento de la presidenta Claudia Sheinbaum en torno al caso de Adán Augusto López, exsecretario de Gobernación y figura cercana a la llamada Cuarta Transformación, ofrece un ejemplo contundente de cómo el discurso público se convierte en estrategia de marketing político.
Sheinbaum, al referirse con distancia prudente y sin defensas vehementes al exfuncionario, ha dejado claro que su proyecto no tolerará sombras de opacidad, por muy cercanos que sean los protagonistas. Este tipo de declaraciones no solo cumple con una función ética o legal —mostrar compromiso con la rendición de cuentas—, sino que tiene una intención comunicacional clara: blindar su imagen frente a una ciudadanía cada vez más exigente.
Casos internacionales demuestran que deslindarse puede traducirse en beneficios significativos de popularidad. En Reino Unido, Boris Johnson sufrió una caída de casi 15 puntos porcentuales en su aprobación en los tres meses siguientes al escándalo “Partygate”, reportando que sólo 25 % lo consideraba un buen primer ministro frente a 70 % que lo veía desfavorablemente . Mientras tanto en EE.UU., Barack Obama mantuvo un favorable 72 % de aprobación incluso tras el arresto de Rod Blagojevich, lo que se atribuye a que se deslindó con claridad y rápido de la figura cuestionada . En el caso del scandal político del Congreso con Mark Foley, encuestas mostraron que dos tercios del público creyeron que se intentó encubrir, y se estimó que, de no deslindarse, los republicanos podían perder entre 20 y 50 escaños en elecciones intermedias .
Estos ejemplos revelan un patrón: cuando el liderazgo se ejerce con firmeza frente a las fallas internas, la ciudadanía lo interpreta como una muestra de integridad. No es una señal de deslealtad, sino de coherencia con una narrativa de cambio o renovación.
En la era de la sobreinformación y la desinformación digital, los liderazgos políticos necesitan mostrar coherencia. Y en este sentido, el deslinde es una forma de decir “yo no
soy eso” sin decirlo directamente. En el caso de Sheinbaum, esta táctica resulta particularmente relevante, ya que su presidencia inicia en un contexto donde la legitimidad se construye tanto con resultados como con símbolos. Y no hay símbolo más potente que la honestidad, aunque se exprese a través de ausencias calculadas.
Desde el punto de vista de la comunicación política, deslindarse no es una traición: es una necesidad. Es establecer la diferencia entre continuidad y ruptura dentro de un mismo movimiento. Sheinbaum sabe que su administración será leída en buena parte como una continuación del proyecto de López Obrador, pero también necesita demostrar que puede imprimirle un sello propio. Y eso implica, a veces, señalar límites incluso con figuras que formaron parte del círculo más cercano del poder.
Este gesto cobra aún más relevancia si se piensa como parte de una estrategia de branding político. En el marketing de marca, cuando una empresa quiere reposicionarse o entrar en nuevos mercados, muchas veces necesita tomar distancia de prácticas, productos o asociaciones pasadas. Lo mismo ocurre en la política: el deslinde no es solo un acto discursivo, sino un mensaje de renovación.
No basta con prometer un gobierno honesto; es necesario demostrarlo incluso en los gestos más simbólicos. Al no cubrir con su manto protector a Adán Augusto, Sheinbaum manda una señal clara: el proyecto que encabeza no blindará a nadie ante cuestionamientos legítimos, por más cercanía política que exista. Y esa, más allá de la coyuntura, es una lección valiosa sobre cómo el poder puede —y debe— comunicarse en clave de transparencia.
Lo que está en juego no es solo la reputación de un exfuncionario, sino la credibilidad de un nuevo gobierno que, si quiere trascender, debe mostrar que la transformación también significa saber decir que no. Aunque duela. Aunque incomode. Aunque toque a los de casa.