En AmĂ©rica Latina, la violencia polĂtica no es un fenĂłmeno nuevo, pero en tiempos recientes ha adquirido un carácter particularmente alarmante, impulsado por discursos de odio que polarizan, deshumanizan y, en Ăşltima instancia, matan. Â
El atentado contra el precandidato presidencial colombiano Miguel Uribe Turbay, quien aĂşn lucha por su vida, no es un hecho aislado: es sĂntoma de una enfermedad democrática que se extiende por la regiĂłn, una donde la violencia se ha convertido en herramienta polĂtica y el odio, en lenguaje cotidiano.Â
“Hace más de 30 años que no sucedĂa un hecho de esta naturaleza en Colombia, de violencia polĂtica contra precandidatos o candidatos presidenciales”, afirmĂł VĂctor Jaime Vargas, director de Tele AntioquĂa Noticias en Colombia. Â
SegĂşn explicĂł, el atacante era un joven que utilizĂł un arma comprada en Arizona, Estados Unidos, aunque aĂşn no se sabe cĂłmo ingresĂł al paĂs. Vargas advirtiĂł que se trata de “un atentado contra la democracia en Colombia y un atentado a la mayorĂa de los colombianos que están buscando una oportunidad de cambio”.Â
El caso de Colombia es especialmente sensible. Es un paĂs marcado por dĂ©cadas de conflicto armado y una historia de magnicidios. El asesinato de Jorge EliĂ©cer Gaitán en 1948 provocĂł el Bogotazo y fue el detonante de una violencia prolongada. Â
DĂ©cadas despuĂ©s, el paĂs continĂşa viviendo las consecuencias de la estigmatizaciĂłn y el enfrentamiento polĂtico como formas de ejercer poder. El atentado contra GutiĂ©rrez se da en un clima donde la intolerancia y la divisiĂłn ideolĂłgica son profundizadas por redes sociales, lĂderes incendiarios y una narrativa binaria que reduce al adversario polĂtico a un enemigo mortal.Â
MĂ©xico tambiĂ©n vive su propio infierno polĂtico. Las elecciones de 2024 fueron, segĂşn reportes independientes, las más violentas en su historia reciente, con más de 30 aspirantes asesinados. En muchos casos, la violencia proviene del crimen organizado, pero no es ajena al discurso pĂşblico. Â
MĂ©xico EvalĂşa señala que la violencia polĂtico-criminal ha aumentado un 270.6% entre 2021 y 2024, incluyendo un 356% en homicidios. Â
La estigmatizaciĂłn sistemática desde el poder hacia periodistas, activistas o miembros de la oposiciĂłn contribuye a un ambiente de permisividad frente a la violencia. Las palabras del expresidente LĂłpez Obrador y de la actual presidenta Claudia Sheinbaum, que con frecuencia califica a crĂticos como “conservadores” o “traidores”, no son inocuas. En un paĂs con decenas de asesinatos diarios, ese lenguaje puede significar una sentencia.Â
Brasil viviĂł una escena similar con el intento de asesinato del entonces candidato Jair Bolsonaro en 2018. Independientemente de su discurso, que luego derivĂł en extremos populistas de derecha, el ataque mostrĂł cĂłmo la violencia se convierte en instrumento cuando las tensiones sociales no encuentran cauces democráticos. El asesinato de la concejala Marielle Franco en 2018, mujer negra, feminista y activista de favelas, tambiĂ©nÂ
expuso que no solo las figuras de derecha son blanco de la violencia: en AmĂ©rica Latina, cualquier voz incĂłmoda es vulnerable.Â
En todos estos casos, el odio se ha normalizado. Se esparce desde pĂşlpitos polĂticos, plataformas digitales y medios de comunicaciĂłn. El problema no es solo de quiĂ©n emite el mensaje, sino de cĂłmo la sociedad lo recibe y lo reproduce. El discurso de odio deshumaniza: convierte al rival en amenaza, al disidente en traidor, al otro en enemigo.Â
Combatir esta espiral requiere una respuesta urgente, institucional y social. No se trata de censurar la crĂtica o el debate fuerte; se trata de trazar una lĂnea clara entre la confrontaciĂłn democrática y la incitaciĂłn al odio. Las autoridades deben sancionar los actos violentos con firmeza, pero tambiĂ©n desactivar el lenguaje que los hace posibles. La sociedad civil debe reclamar un espacio donde el diálogo sea posible, donde la diferencia no sea una sentencia de muerte.Â
Porque mientras las palabras sigan sembrando odio, los cuerpos seguirán cayendo.