Hace algún tiempo me encontré con una analogía del comportamiento de las marcas y la noción de ciudadanía que debemos demostrar los humanos en nuestra convivencia y forma de organizarnos. En un principio me pareció un poco gratuita la comparación, pero al reflexionar sobre la existencia de las marcas como extensión de nuestra tendencia natural de crear narrativas, la analogía me empezó a hacer más sentido. Al final del día, una marca es una convención con valores y atributos que se crean a partir de contar una historia.
En su magnífico “Sapiens”, Yuval Noah Harari explica como el ser humano logró trascender a las manadas de mamíferos originales en el momento en que pudo inventar simbologías que los identificaran como grupo: Un ritual, una bandera, un himno o un territorio que defender; la mezcla de un lenguaje y su imaginación que se expresa en símbolos convencionales como la geografía, el dinero, la religión o la ética. Pensemos en nuestra reacción a un encabezado noticioso cotidiano que dice: “La ONU condena al gobierno de Siria por su violación a los derechos humanos” y que automáticamente validamos al 100% sin detenernos a pensar que la ONU, Siria y los derechos humanos son un invento que hemos decidido creernos.
Las marcas son eso, ni más ni menos, un reflejo de la imaginación humana y su capacidad de contar cuentos. ¿Y entonces cómo puede hacer sentido la analogía de las marcas como ciudadanas en nuestra actividad como profesionales de la comunicación? La clave está en el concepto de la ética y la respuesta simple es: reputación.
Un ciudadano o ciudadana debe seguir ciertas reglas de convivencia, igual que las marcas; ambos buscan generar confianza en el otro para destacar dentro de su ecosistema simbólico, al que llamamos mercado, y ganará el que tenga mejor reputación.
No basta con tener una buena campaña que convierta, no basta con tener una estrategia de marca empleadora que atraiga talento, no basta con insertarse en una conversación relevante de redes sociales que influya y tampoco basta con una estrategia de ESG alojada en algún departamento novedoso que pretende ser transversal. De la misma manera que la reputación de un ciudadano se construye con paciencia, congruencia y consistencia, la reputación de las marcas exitosas se construye con una combinación que ha demostrado ser exitosa y que está en la base de una estrategia de comunicación integral.
La estrategia normalmente parte de un propósito claro que convive con las aspiraciones de sus stakeholders, trasciende a un primer núcleo de amplificación al interior de la organización en forma de políticas, procesos, y una buena comunicación interna; sigue con estrategias de marca que son congruentes con los valores internos de la organización y cumplen con la función de ofrecer un beneficio a la sociedad en forma de productos o servicios, la responsabilidad de crecer y ser rentable, y finalmente, acciones y dichos que demuestren su valor como actor responsable y ético, un jugador competitivo, agresivo y disruptivo, pero legal y honesto, un buen ciudadano.
Siempre me ha llamado la atención que la reputación y la responsabilidad han tomado distintos nombres y descripciones a lo largo de la historia, desde la moda noventera de las fundaciones para cualquier cosa, hasta el mencionado concepto triple de ESG, pasando por la discusión de sostenibilidad y sustentabilidad, la responsabilidad social corporativa, la filantropía estratégica y cualquier descripción encaminada a enaltecer la imagen de una empresa o una marca y que permita, además, mitigar los efectos negativos de una crisis, una regulación o una baja en sus ventas o su valor bursátil.
Cuando la reputación deja de pensarse como una estrategia de comunicación corporativa y se concibe como una forma integral de generar valor, deja de necesitar un nombre y entonces, una forma de humanizarla es asociarla a la forma más básica de convivencia, la noción de ciudadanía.