De todas las definiciones sobre marca y mercadotecnia que he escuchado en mi carrera, debo decir que la que más me gusta es: “Una marca es una historia que nunca termina de contarse”. En segundo lugar, está: “La mercadotecnia es el sutil arte de separar a la gente de su dinero”, y me encanta por cínica y descriptiva, aunque es claramente incorrecta políticamente, y hoy es mejor no arriesgarse a una cancelación. Así es que regreso a la primera.
Las marcas, como el dinero, la geografía o la ideología política, son una narrativa que alimentamos los humanos constantemente para que sea creíble. En el caso de las empresas y las marcas, siempre insistiré —y recomendaré— que dicha narrativa debe comenzar por un Propósito Compartido claro. Es decir, identificar ese espacio de conexión entre las aspiraciones de la empresa o la marca, y las aspiraciones de cualquiera de sus stakeholders, expresado en un enunciado que debe ser suficientemente profundo para que sea único y pueda impactar en cada nivel de su cultura interna, y suficientemente simple para poder aplicarlo en cualquier ejecución de comunicación hacia dentro y hacia afuera.
Bajo el principio del pensamiento orbital, el Propósito Compartido está en el centro, y la primera órbita es la de la cultura interna. Es ahí donde la narrativa toma sentido, se convierte en una forma de operar y, además de ser la que hace posible cualquier éxito empresarial, es la primera línea de amplificación en las estrategias de comunicación de la marca. De ahí su importancia… y la dificultad de implementarla con todo su potencial.
Porque no solo significa tener una buena comunicación interna —normalmente liderada por el área de Recursos Humanos y en ocasiones enfocada principalmente en comunicar beneficios, eventos, avisos y comunicados de interés interno—, sino que es mucho más que eso: es un fenómeno narrativo que circula por todos los niveles de la organización a cada segundo.
Le hemos dado muchos nombres: desde “clima laboral” hasta “radio pasillo”, con todas las variantes posibles en el camino, y es, en gran medida, lo que define la narrativa que se hace de las marcas. Imaginemos el punto de contacto más simple de un empleado fuera de la empresa en su círculo familiar, digamos en una comida de fin de semana: lo que exprese sobre su lugar de trabajo refleja todo, desde la primera idea que tuvo el fundador hasta su última interacción con su jefe o sus colegas.
La semana pasada supimos, con tristeza, sobre el fallecimiento de Don Roberto Servitje, cofundador de Grupo Bimbo. Hace poco tiempo tuve la oportunidad de escucharlo en una charla sobre su trayectoria, y nunca olvidaré una anécdota que contó sobre la forma en que evaluaba si una nueva planta que Bimbo fuera a adquirir tenía, o no, una buena administración.
En la primera visita a la planta —contaba con enorme lucidez— era normal que las oficinas y recorridos estuvieran preparados y limpios para recibir a los nuevos prospectos. En la parte más profunda y alejada de la planta pedía que le indicaran dónde estaba el baño para usarlo de inmediato: el más lejano, el que solo usaban los empleados de más bajo nivel. En dos minutos en el baño se daba cuenta si el administrador era bueno o malo. Se fijaba en la higiene, las condiciones físicas y, sobre todo, si los empleados escribían algo en sus paredes para expresar su sentir, normalmente negativo. El resto de la visita no importaba mucho. Salía del baño con la decisión tomada sobre la permanencia o no del gerente, y si la adquisición se llevaba a cabo.
La anécdota de Don Roberto la uso frecuentemente para resaltar la importancia de lo que significa la cultura interna como primer punto de amplificación en cualquier estrategia de comunicación. Cada empleado es embajador de la marca y reflejo de lo que la empresa representa, mucho antes del orgullo de pertenencia, de las estrategias de marca empleadora, de los criterios de equidad e inclusión o de los rankings sobre el lugar de trabajo.