En el complejo tablero geopolítico entre Estados Unidos e Irán, los misiles no siempre son los primeros en ser lanzados. Antes que las armas, operan las narrativas. Y en esa batalla, los medios de comunicación juegan un papel decisivo: no solo informan, también moldean percepciones, encuadran culpables y legitiman respuestas.
El reciente aumento de tensiones en el Golfo Pérsico, acompañado de declaraciones de alto voltaje, amenazas de bloqueo del Estrecho de Ormuz y maniobras militares, ha estado acompañado —como siempre— por una intensa cobertura mediática. Pero la pregunta es: ¿están los medios informando o amplificando el conflicto?
Como advierte la académica Barbie Zelizer, experta en periodismo de guerra, “los medios no solo registran los hechos, sino que ayudan a construir su significado. En los conflictos armados, esto puede traducirse en la creación de héroes, villanos y justificaciones morales para la violencia”. En otras palabras, lo que vemos no siempre es lo que ocurrió, sino lo que ha sido encuadrado para verse de determinada forma.
En el caso de Irán y Estados Unidos, esta construcción narrativa no es nueva. Desde hace décadas, los medios occidentales han reproducido marcos que posicionan a Irán como una amenaza permanente, muchas veces sin espacio para el matiz o la contextualización histórica. El uso frecuente de términos como “régimen”, “terrorismo” o “desestabilización” en titulares, contrasta con la cobertura más institucionalizada que se otorga a Washington, incluso cuando sus acciones implican sanciones unilaterales, operaciones encubiertas o despliegue militar.
Por supuesto, la propaganda no es patrimonio exclusivo de un solo bando. Medios estatales iraníes también han construido una narrativa antiestadounidense basada en décadas de intervencionismo y dominación económica, apelando a emociones nacionalistas que consolidan el poder interno.
Sin embargo, lo que está en juego hoy es mayor. En la era digital, donde las redes sociales actúan como altavoces globales y las noticias falsas se viralizan más rápido que los desmentidos, el periodismo tiene una responsabilidad aún más grande. Como recuerda el teórico Noam Chomsky: “La propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al Estado totalitario”. En tiempos de tensión, el periodismo riguroso se convierte en una herramienta de paz; el sensacionalismo, en un acelerador de la violencia.
Un ejemplo claro es el del expresidente George W. Bush: Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y el inicio de la llamada “guerra contra el terrorismo”, su aprobación subió del 51% al 86%, mientras que durante la invasión a Irak en 2003, tuvo otro repunte: aproximadamente de 10 puntos porcentuales.
La cobertura del conflicto entre Estados Unidos e Irán debe evitar convertirse en un campo de batalla discursiva donde se exacerban miedos o se simplifican causas. Los medios tienen el deber ético de ofrecer contexto, abrir espacios a voces diversas —incluyendo expertos en derecho internacional, académicos y actores locales— y recordar que detrás de cada sanción, cada dron, cada ataque, hay vidas humanas.
No se trata de tomar partido, sino de cumplir con la función pública de informar con responsabilidad. Cuando los tambores de guerra suenan más fuerte, el papel del periodismo debe ser el de la moderación, no el de la orquesta.