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En 2024, Pop Mart reportó ingresos superiores a los 1,800 millones de dólares, de los cuales aproximadamente 420 millones provinieron de mercados internacionales.
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Un informe de Deloitte reveló que la Generación Z y los millennials lideran el interés por objetos de edición limitada y personalización, motivados por la identidad digital, el contenido para redes sociales y el valor de reventa.
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Más del 60% de los compradores jóvenes consideran que los coleccionables son una inversión emocional con valor económico a futuro.
El fenómeno global de los juguetes coleccionables vive uno de sus capítulos más polémicos. La Patrulla Fronteriza de Seattle incautó recientemente un cargamento de miles de muñecos Labubu falsificados, valorados en más de 500,000 dólares. La medida, que buscaba frenar el ingreso de mercancía pirata a Estados Unidos, abrió un intenso debate en redes sociales sobre el destino de estos productos y los dilemas que despierta la popularidad de la marca.
Labubu, personaje de aspecto monstruoso y entrañable creado por la firma china Pop Mart, se ha convertido en uno de los íconos más codiciados por los coleccionistas. Sus diferentes versiones y colaboraciones limitadas han detonado largas filas, ventas rápidas y un mercado de reventa con precios que superan varias veces su valor original.
Sin embargo, esta popularidad también ha impulsado la aparición de imitaciones en el mercado negro. Los juguetes clonados, fabricados con materiales de menor calidad pero con gran parecido estético, circulan cada vez más en plataformas de e-commerce, tianguis y, como ahora quedó demostrado, incluso en cargamentos masivos que intentan cruzar fronteras.
@bigchief276 #labubu or #lafufu ♬ original sound – Labubu
El decomiso en Seattle
Las autoridades estadounidenses informaron que el cargamento fue detectado en un punto de inspección en Seattle y que su valor comercial habría superado el medio millón de dólares en el mercado legal. Los productos fueron catalogados como falsificaciones que violan los derechos de propiedad intelectual de Pop Mart, lo que justificó su retención y eventual destrucción.
Pero la noticia no solo generó aplausos por el golpe al mercado pirata. En redes sociales, miles de usuarios cuestionaron que se destruyan estos productos cuando podrían destinarse a fines sociales. Entre los comentarios más recurrentes destacan:
“¿Qué tal si les das esto a los niños que están en hospitales para que puedan tener algo con lo que jugar?”
“Quizá bastaría con marcar cada muñeco con una ‘X’ para que no pudieran revenderlos y aún así aprovecharlos.”
Este tipo de reacciones revelan una tensión constante: la diferencia entre la lucha legítima contra la piratería y la percepción social de que, al final, se desperdician objetos que podrían tener un uso positivo.
El decomiso también llega en un momento complejo para Pop Mart. A pesar del entusiasmo que despierta cada lanzamiento, la compañía enfrentó una caída de hasta el 10% en el valor de sus acciones durante el último mes. Analistas financieros atribuyen esta baja a la desaceleración del mercado de reventa, a la saturación de figuras repetitivas y, sobre todo, al crecimiento exponencial de la piratería.
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La situación ilustra un problema estructural para las marcas de coleccionables: cuanto mayor es el fervor por sus productos, más atractivo resulta falsificarlos. Este círculo vicioso genera pérdidas millonarias y erosiona la exclusividad que hace tan valioso al producto original.
Expertos en propiedad intelectual advierten que el caso de Labubu no es aislado. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el comercio global de productos falsificados y pirateados representa alrededor del 3.3% del comercio mundial, una cifra que se traduce en cientos de miles de millones de dólares anuales.
En el caso de juguetes, el riesgo es doble: además de afectar los ingresos de las empresas, los productos falsos pueden no cumplir con las regulaciones de seguridad, poniendo en riesgo a los niños que los usan. Tal y como advirtió recientemente Estados Unidos, quien afirmó que los productos fake de estos muñecos podrían causar asfixia. Sin embargo, la percepción pública muchas veces no distingue entre un daño a la marca y una oportunidad perdida para beneficiar a sectores vulnerables.
El decomiso de Seattle deja en evidencia un dilema ético: ¿qué hacer con los productos falsificados una vez que son retenidos? Para las autoridades y las marcas, la respuesta es clara: destruirlos para proteger los derechos de autor y desincentivar el mercado negro. Pero para buena parte de la sociedad, resulta difícil justificar que miles de muñecos nuevos terminen en la basura cuando podrían llevar alegría a quienes más lo necesitan.
Al final, este caso no solo refleja el auge y los desafíos de Labubu como fenómeno cultural, sino también las contradicciones de un mercado donde la pasión por coleccionar choca con la realidad de la piratería.
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