
A pesar de los avances tecnológicos y el discurso global sobre derechos humanos, millones de niños aún ven truncada su infancia al verse obligados a trabajar. Esta realidad no es aislada ni marginal: el trabajo infantil sigue siendo una expresión alarmante de las desigualdades estructurales que persisten en muchos países, sobre todo en regiones como África subsahariana, donde el fenómeno adquiere dimensiones críticas.
Más allá de una cifra, los más de 137 millones de niños entre 5 y 17 años que trabajan según datos de UNICEF, representan historias de infancia interrumpida, de juegos que fueron reemplazados por herramientas de trabajo y de aprendizaje sustituido por jornadas extenuantes.
Las causas no se reducen únicamente a la pobreza, aunque esta sigue siendo un detonante clave; también influyen la deserción escolar, las crisis humanitarias, el desempleo de los adultos y, en muchos casos, la normalización cultural del trabajo infantil como una “necesidad” o “tradición familiar”.
El impacto de esta situación es profundo: los niños trabajadores enfrentan mayores riesgos de accidentes, enfermedades crónicas, explotación y una limitación casi definitiva en sus oportunidades de desarrollo profesional y personal a largo plazo. Según estadísticas recientes, países como Burkina Faso, Chad y Nigeria presentan cifras alarmantes, con más del 25% de su población infantil en situación de trabajo. Le siguen Tonga, Zimbabue y Liberia, lo que demuestra que el problema no se limita a una sola región, sino que responde a patrones globales de desigualdad.
Si bien existen convenios internacionales, como los promovidos por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y esfuerzos de gobiernos y ONGs para erradicar esta práctica, los resultados han sido desiguales y en muchos casos insuficientes. A medida que el mundo enfrenta nuevas crisis desde pandemias hasta conflictos armados y el cambio climático, las condiciones para los menores en situación de vulnerabilidad empeoran.
Erradicar el trabajo infantil no solo es un reto ético, sino una inversión a futuro. Garantizar que cada niño tenga acceso a una educación de calidad, entornos seguros y oportunidades dignas es esencial para romper ciclos de pobreza que se perpetúan por generaciones. La infancia no debería ser un lujo, sino un derecho universal que ningún niño debería pagar con su libertad ni con su salud.
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