Este año no fue la excepción, pero trajo consigo un fenómeno digno de análisis: mientras algunos destinos tradicionales registraron una baja en la llegada de visitantes, Acapulco —ese puerto que parecía abatido por el huracán Otis— resurgió con fuerza.
Más allá de cifras y porcentajes, lo ocurrido con Acapulco nos deja una lección clara: la importancia del relato. A pesar de los daños, los retos logísticos y la sombra de la inseguridad, el puerto logró reactivar su imagen gracias a una narrativa emocional y bien estructurada. No se promocionó como “el destino perfecto”, sino como un símbolo de resiliencia y orgullo nacional. Y ese mensaje conectó.
Los medios contaron historias de esfuerzo colectivo, los hoteleros ofrecieron paquetes accesibles y los visitantes sintieron que, al elegir Acapulco, no solo vacacionaban: apoyaban. La comunicación no fue solo promoción; fue inspiración.
El turismo, más que un producto, es una experiencia anclada en emociones. Y si algo nos recuerda esta Semana Santa, es que el viajero no solo compra un destino, sino el relato que lo envuelve.
¿Estamos contando bien nuestras historias?