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José Manuel de Santiago Rivas

Pasaban 7 minutos de la media noche…

Imaginemos iniciar un proyecto sin destino, un viaje en el que la idea sea dejar el espacio que habitamos, una idea en la que prive la intención por descubrir lo inédito.

Empatar con la libertad de ser pequeños otra vez. Un Dupin o un Sherlock, un niño, y una mascota llamada Wellington. Una recomendación de Carlos, —lo leí anoche. Charly es uno de esos devoradores de lecturas extrañas. “El curioso incidente del perro a medianoche”. Por supuesto,  a mí me tomó más de una noche despaginar el texto de Mark Haddon, tratando de seguir los pasos de Cristopher, el protagonista de esta Odisea.

Tiempo y lugar; el momento perfecto. Narrar desde la mirada de un pequeño, otorga de facto la libertad que en apariencia se va perdiendo a medida que nos desarrollamos, un trance en el que los conceptos se van adhiriendo incluso sin nuestro consentimiento a medida que vamos tomando consciencia de lo que nos rodea, de inmediato nos convertimos en el tamiz de lo observado, nos transformamos en la medida de las cosas propias y ajenas. Una travesía por la adultez, que asemeja un carrusel en el cual es innegable el movimiento, movimiento que no necesariamente implica un viaje.

Imaginemos iniciar un proyecto sin destino, un viaje en el que la idea sea dejar el espacio que habitamos, una idea en la que prive la intención por descubrir lo inédito, conducirse bajo la premisa de lo nuevo. Existen pocas travesías narradas en esta especie de “sin rumbo”. El retorno de los protagonistas, se podría decir, es casi un hecho insustituible cuando se intenta construir una historia. ¿Qué caso tendría emprender, si el regreso al punto de partida no existiera? La autoridad de la experiencia es al menos una “certificación moral” en primera persona, esta primera persona es en efecto la voz que nos eleva tras el propósito y también nos precipita a la inmediatez,  en este segundo modo, nos podría conducir adonde el optimismo exacerbado calcifica las amenazas y debilidades enseñándonos a ignorar los hechos sin quererlo.

Tal vez, imaginar ser un niño sea una de las mejores soluciones para la autocrítica, el descaro de verte de frente y ser el tutor responsable de ti mismo, este ejercicio de empatía es  una oportunidad de ser nuestro propio guía sin sentirnos bajo la tutela de un extraño. Se puede ser pesimista de vez en vez, al final, solo se trata de facilitar el diagnóstico sobre de las cosas, cosas que por más que se intentan ignorar mediante la mirada adulta, yacen en cada parte de los procesos en nuestros proyectos. Aprender a mirarnos desde la periferia, e imaginar cómo nos ven se podría reducir a observarnos con mirada de niño.

Otra opción un cuanto más difícil de lograr, es la de conservar y distinguir las miradas agudas de quienes nos rodean. A toda luz, no se trata de adoptar la disrupción como el talante único de la creatividad; sin embargo, contar en el directorio de tu celular con uno que otro ser distinto que lea libros completos en una noche, será “siempre siempre” un refugio valioso al que si no en permanente, deberemos acudir por una recomendación de vez en cuando.

 

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