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La maldición del vendedor de ungüentos mágicos

Resulta paradójico que un sector, como el de la publicidad, que siempre ha sabido manejarse estupendamente bien en la cresta de la ola de las nuevas tendencias, esté tan perdido en estos tiempos de cambios. Es como una maldición.

Por Daniel Solana
Email [email protected]
Twitter: @danisolana

Resulta paradójico que un sector, como el de la publicidad, que siempre ha sabido manejarse estupendamente bien en la cresta de la ola de las nuevas tendencias, esté tan perdido en estos tiempos de cambios. Es como una maldición. Nos ha resultado siempre muy fácil exigir a nuestros clientes que se atrevieran a aprobar aquella idea arriesgada que le presentábamos, a reprocharles que no fueran más atrevidos. Y ahora resulta que somos incapaces de aplicarnos esa misma medicina. Si el riesgo lo hemos de asumir nosotros, si el atrevimiento afecta a nuestro propio negocio, entonces nos entra vértigo.

No hay duda que los tiempos de los mainstream media han cambiado, y que internet ha revolucionado las audiencias, y con las audiencias los mensajes, y con los mensajes la forma de comunicar, y los perfiles de la gente que ha de construirlos, y los procesos de trabajo, y la lógica económica de nuestro negocio. Sin embargo, somos extraordinariamente reacios a cambiar las cosas; estamos paralizados.

Lo malo es que el tiempo no se detiene, e internet, los nuevos medios, los nuevos tiempos, han ido desgastando la imagen de las agencias y minando nuestra credibilidad. Nuestro poder de prescripción ha caído en picado.

Antes, la imagen de las agencias de publicidad estaba envuelta de cierto magnetismo. Estábamos al día de las nuevas tendencias, disponíamos de información de primera mano de todo lo que se cocía en campos como el diseño, el arte, la ilustración, el cine o la fotografía. Recuerdo un cliente que me decía que necesitaba a las agencias, no ya por sus ideas, sino para que abrieran las ventanas de su compañía y renovar así el aire que respiraban. Las agencias éramos eso, el aire fresco que reavivaba la energía vital de la gente de marketing, y nuestra llegada provocaba cierta expectación. Se dice que los publicitarios somos descendientes de los vendedores de ungüentos de los mercados callejeros de principios del siglo pasado, que arremolinaban a su alrededor gente necesitada a de soluciones a sus problemas. Pues bien, expectación parecida producía nuestra llegada a los departamentos de marketing de las compañías. Pero eso era antes.

Ahora sufrimos esa maldición, la maldición del vendedor de ungüentos mágicos. Los tiempos han evolucionado más deprisa de lo que hemos sido capaces de evolucionar las agencias, y hemos perdido el rol de prescriptores de lo que viene, porque lo que viene ya llegó al anunciante mucho antes de que llegáramos nosotras.

Hoy ya no nos llaman para abrir las ventanas. No estamos de moda. Todo lo contrario, estamos definitivamente out. Nosotros, los gestores de las marcas, los expertos profesionales en la creación de percepciones y valores, los especialistas del branding, hemos descuidado tanto nuestra propia marca, la marca “publicidad”, que finalmente ha perdido todo su glamour. Hoy, etiquetarse como empresa “de publicidad”, es un problema. Las agencias evitan decir que hacen “publicidad”, porque parece un descrédito. Nadie quiere llevar ya esa palabra maldita. No puedes ser cool si eres una “agencia de publicidad”.

Hoy queda más en evidencia que nunca que los publicitarios somos descendientes de esos vendedores de ungüentos y crecepelos mágicos. En la forma cambiamos, nos sofisticamos, nos profesionalizamos, pero en el fondo seguimos siendo lo mismo: cuentacuentos con argucia dialéctica, cuyo oficio es engatusar a las audiencias a base de trucos.

Y eso, en los tiempos de internet, que son los tiempos de lo tangible, de lo medible, de lo justificable, nos coloca en una incómoda posición.

Hemos estado vendiendo humo durante tanto tiempo, que ahora nos cuesta entender que el problema no se soluciona cambiando nuestro power point de presentación. Nos cuesta comprender, que no es sólo una cuestión de imagen, que no es un simple problema de posicionamiento que se solucione que un buena campaña presidida por una frase feliz, sino algo mucho más profundo. No es nuestro discurso lo que hemos de cambiar, somos nosotros. ¿Quién va a creer que nuestra agencia está preparada para el futuro si somos los mismos, con los mismos procesos, la misma estructura, el mismo modelo empresarial, las mismas personas, los mismos equipos?

Si no nos planteamos un cambio en profundidad, en nuestra esencia, lo tenemos mal. No vamos a llegar muy lejos en los tiempos de Facebook, Twitter y las aplicaciones móviles, haciendo jingles pegadizos y slogans ingeniosos. El mundo digitalizado y conversacional al que nos enfrentamos es mucho más complejo. Nosotros hacemos comerciales y mientras tanto vemos como una empresa, que no se sabe si es exactamente una “agencia”, y no se sabe si debería apellidarse “de publicidad”, desarrolla una aplicación para Nike que se instala en las zapatillas y se conecta a través de internet a una comunidad, y entonces lo premiamos en Cannes como lo más relevante del año. Seamos francos, miremos a nuestro alrededor, ese tipo de proyectos nos pueden fascinar, pero están muy lejos de ser el tipo de cosas que sabemos hacer. Eso lo sabe todo el mundo. Incluso nuestros clientes. Basta de disimulos.

Pero no todo son malas noticias. Tal vez al contrario. El mundo no se acaba, el mundo sencillamente ha cambiado. Y lo que hemos de hacer puede ser doloroso pero simple: cambiar nosotros. Las buenas noticias es que está todo por hacer.

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