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Carlos Bonilla

Cómo aprender a hacer nada

Hacer nada es ganar tiempo para nosotros mismos, ser contemplativos y ejercitar la percepción, recuperar el nexo con la realidad física y encontrar modos de relacionarnos de los que no se beneficien ni las empresas ni los algoritmos.

El anhelado fin de la jornada laboral diaria o semanal conlleva a veces el deseo de realizar actividades diferentes al trabajo, como deporte, convivencia familiar o experiencias lúdicas como acudir al cine o al teatro, por ejemplo. Sin embargo, ante una realidad plagada de estímulos, en la que padecemos constantes bombardeos de todo tipo de mensajes, hay ocasiones en que nos seduce la idea de no hacer algo. Llegar a casa y poner la mente en blanco. Ello rara vez sucede. En incontables ocasiones consumimos nuestro tiempo libre viendo la televisión o revisando los mensajes que llegan por medio de las redes sociales. 

Jenny Odell sostiene en su libro Cómo aprender a no hacer nada (lo cual es una incorrección, pues incurre en una doble negación. Lo correcto sería “cómo aprender a hacer nada”)que en necesario aprender a dejar de hacer, en un mundo lleno de distracciones. arios autores afirman que las redes sociales son adictivas y alienantes. Es necesario aprender a salir de sus garras, de la falsa realidad en que nos hacen sumergirnos. Para Odell, nuestra sociedad está nerviosa y desorientada “parece que busca desesperadamente la cura para todo”. Afirma que estamos acostumbrados a depender de nuestra relación con la tecnología, sobre todo de las redes sociales. Añade que “existen dos grandes responsables de esta enfermedad vanguardista: las redes sociales y el culto a la productividad”.  

Las redes sociales nos quitan la atención, promueven la histeria y la ansiedad.  El culto a la productividad decreta que cualquier excedente de tiempo que tengamos lo debemos utilizar “en forma productiva”, para intentar conseguir un objetivo o meta. 

Esta corriente de pensamiento se basa en Determinismo tecnológico 

El determinismo tecnológico, el cual responde a la creencia según la cual la tecnología es capaz, por ella misma, de incidir de manera directa y positiva en el desarrollo socioeconómico de un grupo o en un determinado contexto social. Esta teoría coloca la tecnología en el eje central de los motivos por los que se producen cambios sociales en el transcurso de la historia, por lo cual la considera el factor determinante de progreso y desarrollo social. 

El padre de esta teoría fue Thorstein Veblen, a principios del siglo XX, aunque muchos han sido sus seguidores con el paso de las décadas, entre los que destacan Thorstein Veblen, Jacques Ellul, John Kenneth Galbraith, Martin Heidegger, Marshall McLuhan o Theodore J. Kaczynski, entre otros. 

 Esta teoría propone que la tecnología determina o establece el direccionamiento de la sociedad. Lo cual, explicado desde el enfoque tecnorelativista, sugiere que la tecnología es un riesgo fundamental para la sociedad y que a través de la dirección de esta es que vamos construyendo nuestro propio destino, es decir, estamos condicionados por las construcciones tecnológicas que nos rodean desde el momento en que nacemos. 

“Venimos al mundo a ser felices, no a producir” dice el comunicólogo Rafael Serrano en su libro La Organización Habitable, contraponiéndose a la corriente tecnodeterminista. No hacer algo puede ser una forma de escape ante las presiones de un mundo en el que se nos valora ante todo por la productividad y el rendimiento. “Debemos tratar Instagram, Twitter y las redes sociales como si fueran un libro, al que abres, consultas y después cierras”, aconseja Jenny Odel. Es conveniente dejar a un lado las redes para pasar un tiempo de calidad contigo mismo”, dice Jenny.

La economía de la atención se refiere al estado de constante inquietud, impaciencia y ansiedad en el que vivimos en esta época, resultante de la capitalización del tiempo personal, la rentabilización de la atención y el imperativo de responder puntualmente a las demandas de lo que Byung Chul-Han ha llamado la sociedad del rendimiento. 

Hacer nada es ganar tiempo para nosotros mismos, ser contemplativos y ejercitar la percepción, recuperar el nexo con la realidad física y encontrar modos de relacionarnos de los que no se beneficien ni las empresas ni los algoritmos. Además de estimular nuestra capacidad de escuchar con atención, dice Odell que no hacer algo nos ofrece “un antídoto contra la retórica del crecimiento”. 

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