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Camila Gonzalez

El límite difuso entre opiniones de influencers y publicidad camuflada

Entre los muchos retos y dilemas que nos viene causando la imparable digitalidad, la publicidad no se libera de la discusión. Llega a ser casi invisible la línea divisoria entre la promoción encubierta en redes sociales –me refiero a las opiniones pagadas por las marcas a influencers, llámense tuiteros, blogueros, facebokeros, instagrameros, pinteresteros, etc.- y las recomendaciones auténticas que estos líderes de opinión plasman en sus muros.

Por Camila González
[email protected]
@GFCam

Entre los muchos retos y dilemas que nos viene causando la imparable digitalidad, la publicidad no se libera de la discusión. Llega a ser casi invisible la línea divisoria entre la promoción encubierta en redes sociales –me refiero a las opiniones pagadas por las marcas a influencers, llámense tuiteros, blogueros, facebokeros, instagrameros, pinteresteros, etc.- y las recomendaciones auténticas que estos líderes de opinión plasman en sus muros.

Esa barrera, casi invisible, genera una verdadera polémica sobre la verdadera publicidad. Los receptores, sin duda, tenemos que derecho a saber qué es publicidad y qué no, para luego tomar las decisiones que mejor nos parezcan. Pero justo ahí está la trampa de las marcas, en confundir sus estrategias pagadas con simple empatía de ciertos personajes por sus productos o servicios. Lo cierto es que no es lo mismo.

Hoy en día se mueven millones de dólares en publicidad camuflada en los gustos de los influencers, aunque ellos nunca se hayan puesto ciertos zapatos o visitado un equis restaurante. Un post de alguien realmente “seguido” puede costarle a la marca cerca de 700 euros, aunque en otros casos se hacen contratos de campañas más amplias que les cuestan a las compañías mucho dinero, del rubro de “publicidad”. Lo delicado es que nunca podemos saber qué es qué.

Sí, es delicado, porque se convierte en una especie de trampa. Dicen los expertos que la influencia de esos “personajes” de las redes sociales incluso ya no se mide por la cantidad de gente que los siga, sino por la confianza que depositan en ellos al punto que sus opiniones los lleven a tomar decisiones o hacer cambios. No es mover gente, es mover conciencias. Y ahí es cuando la publicidad tradicional se podría quedar corta frente al impacto de la voz de alguien que se convierte en un “modelo a seguir” por quien es, lo que piensa, lo que hace.

Las asociaciones digitales en el mundo empiezan a velar por el derecho que tenemos de distinguir una cosa de otra. La IAB en Reino Unido, por ejemplo, exige a los tuiteros famosos que incluyan en sus comentarios un #ad, de advertisement). Empieza a regularse la cosa, pero ¿cómo controlarlo? ¿Cómo decirle a un influencer que él no piensa eso y que seguro le pagaron por decirlo? Complicado.

Imparables los embrollos de la digitalidad, que tantos nos sirve, pero… que tanto agobia.

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